Prólogo a la edición española del Dr. Miquel Masgrau
Ed. Los Libros de la Liebre de Marzo – 1995
En plena era de la información y superadas las distancias geográficas, el arte de curar practicado tradicionalmente en China se va extendiendo por Occidente sin dejar por ello de ser un enigma. Para acercarnos a la Medicina Tradicional China no tan sólo tenemos que desplazarnos por el espacio, sino también por el tiempo. Desarrollada sobre las mismas bases desde tiempos inmemoriales, su antigüedad, – para algunos todavía sinónimo de caduco- infunde respeto y, sobre todo, indica que se trata de la más experimentada de las medicinas. Por ello la medicina es el fruto de la tradición china que mejor resiste el paso del tiempo.
Toda medicina es producto de una cultura y está firmemente enraizada en el modo de pensar y sentir de un pueblo. No es posible trasplantar los conocimientos médicos de una civilización a otra sin que pierdan parte o toda su eficacia. La medicina china no se deja trasladar sin su contexto, ni tampoco traducir literalmente. Además el idioma chino no admite la creación de nuevas palabras. Los caracteres chinos representan una memoria de cuatro mil años, pero el sentido de los ideogramas se nos va haciendo borroso a medida que retrocedemos en el tiempo, lo que contribuye a hacer apenas descifrables textos que ya en su época tenían amplios significados, con franjas abiertas a la libre interpretación. Esta ambigüedad explica que un mismo texto original pueda dar pie a versiones tan dispares. En consecuencia para aplicarla a personas que viven en otras coordenadas culturales, y para convertirla en herramienta útil para solucionar los problemas del hombre de hoy, es imprescindible una clara comprensión de su método.
Los primeros pasos, en especial, entrañan una cierta dificultad. Los contenidos de esta medicina son de difícil transcripción. Reflejan una forma de pensar ajena a nuestra cultura. Nosotros escribimos sonidos, los chinos se expresan con imágenes. Los diccionarios no tienen correspondencias con sus ideogramas, ya que los conceptos son tan distintos como la lógica que los enlaza. El lector se topa con continuas referencias a unos elementos naturales: el “fuego” y el “agua”, la “madera” y el “viento” que además se describen en términos de polaridad mediante los intraducibles Yin y Yang. El lenguaje parece hermético, accesible sólo a los iniciados; deja perplejo a quien simplemente se interesa por el tema y alimenta el escepticismo del simple curioso. Es opaco para quien parte de una formación científica, es decir, para buena parte de los lectores occidentales.
La medicina china no tiene términos estandarizados con un significado específico, sino que habla por analogía a fenómenos naturales perceptibles directamente y se expresa a través de las palabras de uso corriente, lo que dificulta su traducción a un idioma occidental. Para diferenciar los términos familiares de los conceptos de la medicina china se buscan formas arcaicas, se intenta huir de las connotaciones médicas modernas (Patrones por Síndromes) y se diferencian con mayúsculas términos como Riñón, Moco, Energía, Materia, Causa, Efecto, Bueno, Malo, Salud, Dolor, Emoción… las traducciones de los textos chinos deberían estar llenas de mayúsculas aunque quizás sería mejor simplemente que el lector tuviera en cuenta que en una cultura tan distinta todos los conceptos y las palabras que los soportan tienen necesariamente connotaciones distintas. Sin embargo tener al alcance de la mano los frutos de un saber médico arraigado en la más remota antigüedad justifica el esfuerzo para descifrar los aparentes enigmas.
Nos cuesta creer que un diagnóstico útil actualmente sea el mismo que se emitía en tiempos de Hipócrates y que el tratamiento aplicado hoy siga siendo un remedio ancestral introducido quizás hace tres mil años por un sabio eremita. Nos cuesta concebir una forma de entender el cuerpo humano que hace posible describir ligeros estados de subsalud y sistematizar y comunicar la sutil acción de innumerables sustancias de nuestro entorno natural sobre el organismo. Nos resulta difícil imaginarnos a nosotros mismos englobados en una vasta cultura con una escritura común, en la que los más antiguos maestros son clásicos de referencia obligada, en la que cada época ha sumado a este legado las aportaciones de sus propios Galenos, Avicenas, Harveys y Virchows; una antigua cultura en la que los médicos siempre fueron letrados y su práctica diaria fue un cedazo sólo permeable a los mejores procedimientos.
Sin embargo, una sociedad opta por una medicina no tanto por su eficacia como por su concordancia con los valores dominantes. Así a pesar de que ni los más acérrimos partidarios de la medicina científica encuentran hoy útiles los tratamientos de principio de siglo, las clases dirigentes que sucedieron al último emperador manifestaban tal admiración por todo lo occidental, que en 1914 el ministro responsable del tema comunicó a los médicos tradicionales su intención de abolir la Medicina China y promover una campaña para acabar con sus legendarios remedios. Esta desconfianza acentuó su incipiente decadencia.
La llegada de la modernidad desestabilizó una medicina fundamentada en el equilibrio. No está en su naturaleza el enfrentarse, el competir. Tanto la medicina china en general como el médico chino en particular, son como el eje de la rueda: éste ha de permanecer fijo en el centro para poder generar el movimiento armónico. Al adoptar una actitud defensiva este eje se desplazó y puso fin a la gran diversidad de modos de entender las teorías: se unificaron criterios, se cerraron filas en torno a escuelas que organizaban sólidamente sus conocimientos y, en consecuencia, se acabó con la efervescencia que animaba el saber médico.
Los ideólogos marxistas, devotos del Progreso y de la Ciencia, llegaron a afirmar que la Medicina Tradicional China no era más que “porquería acumulada durante milenios” y no fue hasta 1954, cinco años después de constituida la República Popular, cuando dejó de ser considerada por el poder como una “reminiscencia feudal”, y se la equiparó oficialmente a la medicina científica. No tan solo se la equiparó, sino que fue conformada a su imagen y semejanza. Aparecieron Academias y Hospitales de Medicina Tradicional China que la pulieron y la fueron liberando de sus aspectos más “idealistas” y “anacrónicos” dando lugar a una única versión oficial, compendio racional de teoría y praxis.
La legitimación de la práctica de su medicina tradicional ha repercutido muy positivamente en la asistencia sanitaria china y en su difusión por Occidente, aunque esta adaptación a los valores del nuevo modelo social tuvo un alto coste. La Revolución Cultural uniformó también la medicina. La técnica sustituyó al arte, los médicos-sanadores se convirtieron en funcionarios y los maestros pasaron a ser catedráticos. En la versión burocrática apenas se reconoce el antiguo arte de curar. La mirada del funcionario – formado en el materialismo dialéctico y atento a su posición en el escalafón- no se puede confundir con la del sabio, expresión de la experiencia, la intuición y la meditación. ¿Qué queda de aquella medicina ligada al arte y a la filosofía?
Este proceso es más evidente en medios científicos occidentales que pretenden reducir las tradiciones médicas a unas cuantas prácticas validadas científicamente, así como separarlas del resto, que seguiría siendo superstición y error. En vez de abrir y enriquecer la mentalidad moderna con las percepciones que nos llegan de la antigüedad, se tiende a abordar la Medicina Tradicional China con una mentalidad cientifista. Pero éste es un acercamiento infructuoso dado que no se puede reducir la cualidad a la cantidad, las imágenes a figuras geométricas, la experiencia al experimento, la intuición al cálculo estadístico. La ciencia no puede abarcar las sutilezas del pensamiento chino y de poco nos sirve en medicina una realidad minimizada a lo que puede ser medido o pesado. La sabiduría rebasa ampliamente los límites de la ciencia.
La Medicina China no es lo que fue. Sin embargo su espíritu se conservó más en la periferia de la República Popular donde la población china, aunque sometida a la influencia directa del mundo y de la medicina moderna, solía, salvo emergencias, optar por los tratamientos tradicionales. En las superpobladas Hong Kong, Macao y Taiwan, pude encontrar médicos competentes – y también muchos otros no tan expertos- en los más discretos rincones de cualquier edificio anónimo, en el mercado o en la herboristería. Los más sencillos poseían unos conocimientos pragmáticos salpicados de medicina popular; los más modernos rotulaban su minúscula consulta con un “Centro o Instituto Internacional…” y tenían un panel luminoso para examinar los huesos y las articulaciones de los pacientes, homenaje a la poderosa medicina capaz de ampliar su visión más allá de sus sentidos. No importaban demasiado las conclusiones que pudieran sacar de las radiografías ya que estos datos en nada iban a cambiar ni el diagnóstico ni el tratamiento. El chino es un pueblo eminentemente práctico y no se entretiene examinando lo que no tiene arreglo, sino que se centra en recuperar la función en la medida que lo permite la lesión y la vitalidad del paciente.
Un pequeño apartamento de poco más de veinte metros cuadrados en el corazón de Kowloon, tres camillas, una pequeña mesa bajo una estantería atiborrada de libros, armarios con hierbas medicinales, moxas, agujas y en una esquina, tras una cortina, cuatro butacas que, salvo en el período de Año Nuevo, solían ocupar pacientes esperando su turno. A pesar de lo abarrotado del lugar, todos se sentían honrados por la presencia de ese médico extranjero que apreciaba su cultura; a pesar de mi torpeza de bárbaro curioso fui cogido con gran cordialidad. La entrevista con los enfermos era cortés y breve; el buen médico recoge gran cantidad de información antes de que el paciente empiece a hablar. Los datos más importantes para el diagnóstico aparecen paralelos al curso de la conversación: tono de voz, color y expresión de la cara, el movimiento… y para acabar, la observación de la lengua y la lectura del pulso. Y así un paciente tras otro, el aprendiz responde a las preguntas: ¿qué pasa? ¿y tú que harías? ¿Qué haría la medicina científica en este caso?. Lentamente aprende a orientarse mediante el continuo contraste de sus observaciones con las del experto y, al mismo tiempo, el comparar el resultado de los tratamientos de acupuntura y moxas o de las prescripciones de hierbas medicinales chinas con la previsible evolución de estos enfermos tratados con la moderna farmacología y la cirugía, le hace apreciar cada día más esta antigua forma de entender la medicina.
El mediodía no interrumpía mi relación con el médico chino, sólo se extendía a un amplio círculo de amigos. La conversación durante la comida en los pequeños restaurantes del barrio era la mejor (y más sabrosa) lección dietética y, a la vez, una introducción a la gran capacidad que tiene el pueblo chino de gozar de las pequeñas cosas. Por la tarde, ya sin pacientes, afloraba la teoría expuesta en este libro tal como siempre se había contado: sazonada con leyendas como la de la emperatriz que puso a prueba la habilidad de médico en la lectura del pulso, médicos decapitados por arrogantes, anécdotas sobre prescripciones famosas de acupuntura y hierbas medicinales, mezcladas con la rica medicina popular, y, sobretodo, con trucos y secretos; cosas que no están en los libros y que se transmiten por tradición oral. Porque, un buen día, cuando te consideraba suficientemente experto en el diagnóstico y el tratamiento, el médico te desvelaba que buena parte de sus conocimientos los había recibido de otro médico, el cual, a su vez, los había recibido de otro y así te ubicaba en su árbol genealógico profesional, en el que no faltaba quien había tenido la responsabilidad de asistir a la corte imperial, dejándote unido para siempre a unas generaciones de existencias dedicadas a cultivar el arte de sanar.
Hubo un tiempo en que la superioridad y autoridad del maestro no precisaba tarimas. Maestro y discípulo se escuchaban con atención. No es la relación entre quien sabe y quien ignora sino entre quien tiene un fino discernimiento y quien apenas distingue los grandes rasgos; entre quien conoce el terreno y el recién llegado. El maestro afina los sentidos del alumno, lo enriquece con nuevas percepciones, le guía por el pequeño cosmos del ser humano y le muestra qué resortes se deben pulsar para restablecer la armonía. En la enseñanza tradicional no se pagaba matrícula; se impartía por amor a la profesión y por respeto a los antepasados.
Unos años antes, a unas pocas horas de ferry de Hong Kong, en Macao, Ted J. Kaptchuk, debió vivir situaciones similares. Es difícil no sentirse pionero cuando uno se sumerge, en solitario, en un mundo desconocido. Por descontado no fue el primero, ilustres predecesores habían brindado excelente información. Sin embargo es muy distinto leer que explorar. Los grandes descubrimientos del viajero son a menudo pequeños detalles del entorno, claves casi imperceptibles que dan pleno sentido a ideas y modos de hacer. Ted J. Kaptchuk dice que partió en busca de lo extraordinario y se encontró con lo que allí es normal; y, viceversa, lo que para nosotros es corriente allí puede parecer insólito. La rapidez de movimiento de las personas y de la información, en la medida en que suele transmitir sólo palabras e ideas aisladas del marco que las ha generado, nos hace perder la noción de las distancias y de las diferencias, lo que supone un obstáculo para la comprensión.
“Una Trama sin Tejedor” da la información básica sobre la acupuntura mediante una lúcida exposición de la teoría y de la práctica de la medicina china. Es, a la vez, un libro de divulgación para todos aquéllos que estén interesados en el tema, de texto para estudiantes, de consulta para profesionales y, al no requerir conocimientos previos de medicina ni de filosofía oriental, es una buena introducción al pensamiento chino. La gran difusión de la edición original inglesa se debe a que Ted J. Kaptchuk consigue trasladar el sentido y la riqueza de la medicina china a la mentalidad occidental. No se limita a traducir palabras sino que interpreta los conceptos. Entiende, por experiencia propia, las dificultades que inevitablemente se le plantean a un occidental y nos desvela el modo de pensar que la hace inteligible.
Aunque los diagnósticos chinos puedan parecer partes meteorológicos, son procedimientos que permiten discernir con precisión sutiles estados del organismo. Debemos tener en cuenta que los tratamientos chinos se apoyan en la capacidad de curación del propio organismo. El poder no está tanto en las agujas o en las hierbas, sino en los finos criterios que guían su aplicación, ya que hacen posible un tratamiento a la medida de la persona y no de la enfermedad, y por lo tanto, la obtención de máximos efectos terapéuticos con procedimientos y substancias atóxicas.
Comprender la Medicina China no consiste tan sólo en sumar nuevos conocimientos, sino que implica liberarse de prejuicios. Para este viaje de mayor importancia que lo que se lleva es lo que se está dispuesto a dejar; cuanto más lejana es la cultura, más espacio mental hay que cederle.
El autor no renuncia a los logros de la medicina occidental y equipara, con objetividad, ambas medicinas. Al profundizar en el conocimiento de la medicina oriental, nos hace comprender también el punto de partida occidental. Al ilustrar las grandezas de una, refleja inevitablemente las limitaciones de la otra; la comparación desmitifica las dos medicinas más extendidas del mundo moderno y abre las puertas a las demás formas de entender el arte de curar.
Aunque hacía tiempo que seguía su trabajo pedagógico y clínico, sólo conocí a Ted J. Kaptchuk a finales de los ochenta en San Diego (California) en el transcurso de un simposio sobre la Medicina Tradicional China donde tuve ocasión de comprobar su gran prestigio entre los mejores especialistas en Medicina Oriental de los Estados Unidos.
Desde 1980 dirige el departamento de tratamiento del dolor y del estrés del hospital de crónicos más grande del área de Boston. No es médico, otra buena razón para entender que para practicar la medicina china lo que hay que saber es medicina china. Trabajan en su departamento unos cuarenta terapeutas que practican unas treinta terapias distintas, y es un modelo, a la americana, de lo que podría ser hoy la asistencia médica: los pacientes sólo tienen en común, en sus propias palabras: “su edad, sus (escasos) ingresos y su desesperación” Al paciente se le orienta después de un complejo examen que comprende unas seis evaluaciones empezando por la más familiar: los exámenes de rutina que ya han sido practicados varias veces con anterioridad. No se espera encontrar nada nuevo en los análisis y las radiografías, salvo que el resultado no es “el” diagnóstico que les ha llevado a ser enfermos crónicos, sino “un” diagnóstico más, una manera de ver las cosas, pero afortunadamente, no la única. Después lo entrevista un psicólogo que trata de medir, cualificar y objetivar el dolor a fines de investigación o para demostrar la eficacia de los tratamientos ante los demás departamentos del hospital y conectar con la comunidad científica. Intervienen en la evaluación personajes superespecializados como el Consejero de Estrés y el Consejero Vocacional que, con el Asistente Social ven al paciente como producto de su entorno. Los Grupos de Apoyo reúnen pacientes con problemas familiares. El dietista corrige los hábitos alimenticios. El terapeuta físico: también formado en osteopatía, enfoca otras dimensiones del enfermo: la estructura del cuerpo, la postura, las tensiones, la debilidad muscular, las limitaciones de movimiento. El terapeuta de movimiento usa danza, yoga y tai chi. Las manos del terapeuta del tacto, sensible a las partes blandas y a cualidades no medibles como la tensión. El masaje es el primer paso en la recuperación; el paciente se siente bien por primera vez en años. Por último, el médico oriental, el más exótico de esta torre de Babel de especialistas, hace la descripción de las borrascas. En el curso de los sucesivos exámenes se definen las terapias que se aplicarán.
Es obvio que ninguna medicina puede dar respuesta satisfactoria a la totalidad de problemas de salud de una población. Toda medicina es limitada, tiene sus puntos ciegos así como zonas en las que suele ser inferior a otros sistemas existentes. En aras de la eficacia del tratamiento, parece lógico que cada profesional, además de su especialidad, tenga una visión global de las distintas posibilidades, a fin de poder ofrecer al paciente el tratamiento que más le conviene.
Desde sus orígenes prehistóricos, la relación médico-enfermo se ha basado en la confianza. Y ¿qué confianza puede inspirar quien, por prejuicio o por simple desconocimiento, niega a su paciente un tratamiento eficaz? Sin embargo, estamos entrando en el siglo XXI con medicinas bien establecidas que están aún excluidas de los ensayos clínicos y son prácticamente ignoradas por las facultades de medicina.
Innumerables personas han recuperado su salud gracias a la acupuntura y muchas otras experimentarán, en el futuro, los beneficios de esta medicina ancestral. Pero la gran aportación de las sólidas teorías y la experimentada práctica de la Medicina Tradicional China a la salud del hombre contemporáneo sería que su difusión por Occidente contribuyera decisivamente a acabar para siempre con cualquier tipo de ortodoxia y para que se establecieran relaciones de colaboración entre las distintas medicinas con la misma naturalidad como las que hoy se establecen entre los especialistas de la medicina oficial. La medicina no tiene nada que ver con doctrinas y profesiones de fe. No cabe admitir la intolerancia ni la rivalidad entre quienes desempeñan la misma tarea. A diferencia del sacerdote o del chaman, ambos asimismo terapeutas ancestrales, la medicina se basa sobretodo en la razón y actúa mediante procedimientos racionales y remedios de probada eficacia, vengan de donde vengan.
En medicina no puede haber alternativas. También en una imagen de Ted Kaptchuk, la medicina es como un río caudaloso que no puede ser identificado con uno solo de sus afluentes. Así la medicina está constituida por múltiples sistemas de curar; todos con sus ámbitos de eficacia y sus limitaciones. No hay alternativas sin medicina oficial. O todas oficiales, o mejor, todas alternativas: la relación médico-enfermo funciona mejor sin intermediarios.
Tanto hoy como en la antigüedad, tanto en China como aquí, el médico debe responder en primera instancia ante el propio paciente. De nada valen las razones más convincentes si en la práctica no ayudan o son perjudiciales. No hay que olvidar que el objeto de toda medicina es llevar o acercar al ser humano a la plena forma física y psíquica. La buena medicina, como el buen médico, convence por sus resultados y no por lo hermoso, lógico y bien fundamentado de sus teorías. Antes que ciencia, la medicina era y es artesanía.
Pueden descargar la ficha del libro y un fragmento en la página de la editorial La Liebre de Marzo