Article a la revista Yogaworld 7, tardor de 2008
La energía ha sido una de los objetos de estudio que más ha interesado a la ciencia, en particular a la física. De hecho, el gran progreso de la humanidad -al menos en el sentido que se le da hoy en Occidente-, es debido al dominio de la energía, y en especial a la transformación de la materia mediante el empleo de fuentes energéticas cada vez más eficaces.
La mayor parte de los inventos para el aprovechamiento de la energía tuvieron lugar en Oriente, especialmente en China: utilizaron eficazmente la energía animal y humana, la del viento y el agua para mover molinos, la del fuego para trabajar el hierro o la porcelana, y un largo etcétera de innovaciones que se sucedieron allá, más de mil años antes de que llegaran a Occidente. Fue también un invento chino la pólvora, utilizada originalmente para ahuyentar a los malos espíritus; introducida en Occidente en un tubo de hierro, lanzaba con inusitada energía pedazos de metal a gran distancia, multiplicando la fuerza de un simple movimiento de dedo, y transformando así las relaciones de poder en la sociedad.
Con la máquina de vapor, Occidente consiguió una gran producción con poco esfuerzo; fue el principio de una revolución que fue avanzando con la electricidad, la utilización de los combustibles fósiles y la energía nuclear. Todo ello ha configurado el mundo moderno, construido sobre esta plétora energética. Sin embargo, la ciencia ha descuidado la que es, para nosotros, la más importante de las energías: la del propio ser humano.
Al ser difícil de medir y objetivar, la energía vital ha quedado marginada en relación a otras formas de energía económicamente más rentables y fáciles de calibrar y dominar. El caso es que la ciencia apenas tiene en cuenta, y presta muy poca atención, a lo que en todas las culturas ha definido la salud del ser humano.
Anatomía de la vitalidad
La energía vital es el motor de la vida. ¿Qué puede haber más importante para el hombre que la vitalidad y su repercusión en la calidad de la vida?
A lo largo de su historia, la medicina se ha dedicado a buscar, sobre todo, el sustrato material de la vida, considerada como un conjunto de reacciones físico-químicas, de modo que todo cuanto no era material, quedó un tanto descuidado, fuera del foco de la ciencia médica. No fue hasta después de la Guerra del Opio, que los occidentales pudieron practicar disecciones en China, ante el pasmo de los médicos tradicionales. Éstos no comprendían que personas totalmente insensibles a las manifestaciones sutiles de la vida buscaran en el cadáver unos secretos que para ellos se manifestaban en el brillo de los ojos, la expresión del rostro, el color de la tez, el tono de voz, el movimiento gestual… A parte de los signos y síntomas de la propia enfermedad, era sobre todo la atenta lectura del pulso la que permitían a los médicos chinos detectar con gran fidelidad el estado y los trastornos de la energía vital. La decisión con que los occidentales profanaban los cuerpos sin vida esperando encontrar en ellos lo que no sabían ver en los vivos, los reafirmaban en su creencia de que el nuestro era un pueblo de bárbaros.
En Oriente, la medicina, la salud y el concepto del hombre siempre se han enfocado a partir de la vida, no a partir del cadáver, que es precisamente la ausencia de vida. Lo que hoy se traduce como energía vital ha centrado siempre la atención de médicos y pensadores, y ha formado parte de la concepción del mundo de hombres y mujeres de todos los estratos sociales.
Lo que los orientales entienden por energía, que en China denominan qi y en la India prana, es un concepto completamente ajeno a nuestra forma de pensar. Desde Occidente, no resulta fácil entender esta noción, porque hemos separado siempre la materia de la energía, y a partir de esta dualidad, consideramos el uno como opuesto del otro. Qi o prana incluyen por una parte la materia y por la otra la energía; es la energía a punto de materializarse, o la materia a punto de hacerse energía. Es una energía material, como una vibración en la materia.
Es decir, que el concepto tradicional oriental coincide con la conclusión a qué ha llegado la física, de que la realidad última de la materia está en este juego entre materia y anti-materia; un universo vibracional, en el que todo son partículas en movimiento, unas a muy baja frecuencia, como los minerales o la materia inorgánica, y otras con un movimiento más rápido, en la vida la vegetal y animal. Por eso, sería recomendable no traducir los conceptos orientales de qi y prana por energía, ya que esta palabra se entiende siempre por oposición a la materia, mientras que los conceptos orientales permiten liberar el lenguaje del materialismo que impregna nuestra cultura. Del mismo modo que no existe diferencia esencial entre materia y energía, tampoco la hay entre cuerpo y espíritu, ya que todo cuanto existe comparte la misma naturaleza, con una amplia gama de matices que va de lo más denso a lo más sutil, como el mismo elemento agua puede adquirir diferentes estados: sólido, líquido y vapor. Más que energía, el qi es una sustancia, común a todo cuanto existe; al unirse el qi de la Tierra y el del Cielo, da lugar a todas las cosas, del mismo modo que del qi del padre y de la madre nace un nuevo ser.
Los conceptos orientales son más familiares a la visión mística que a los silogismos. La energía vital desde el punto de vista oriental tiene un esquema muy sencillo; en el momento de la concepción, heredemos una energía, un gran potencial que se va desarrollando hasta llegar a la adolescencia. La heredamos de nuestros padres, y crece gracias a la respiración y la energía procedente de la destilación de los alimentos. A partir de la adolescencia comienza una decrepitud lenta que llega hasta el momento de la vejez y de la muerte, que no es nada más que el fin de esta energía vital. La vitalidad es un tesoro que el ser humano debe tener buen cuidado de no malgastar si quiere mantenerla a un buen nivel.
Al contrario, la sociedad de consumo no tiene reparos en incitar al despilfarro de la vitalidad, con un sinfín de estímulos de la más diversa naturaleza, e imponiendo un ritmo de vida frenético. Y cuando la salud flaquea, ahí está la farmacia. La vitalidad ha entrado en el mercado, y se ofrecen todo tipo de productos que prometen vigor, juventud y larga vida.
Pero no hay que llamarse a engaño: a pesar de que la naturaleza es pródiga en frutos y remedios, la energía vital no hay que ir a buscarla fuera, sino que lo esencial es conservar y desarrollar la que ya tenemos.
Hubo antaño un emperador, Huang Di, perspicaz desde el nacimiento, elocuente desde la niñez, sabio desde la adolescencia, que creció en la rectitud y la destreza, y que cumplida su tarea subió al cielo.
Dijo al maestro celeste Qi Bo:
-Se me ha explicado que en la alta antigüedad se vivía hasta los cien años sin que la actividad se debilitase, mientras que las gentes de hoy decaen a los cincuenta. ¿Se debe eso a un cambio de la época o es culpa de los hombres?
Qi Bo contestó:
-Obedeciendo al Tao, los antiguos se modelaban según el ying y el yang y se adecuaban a los números. Eran moderados en su alimentación y ordenados en sus actividades. Evitaban el exceso de trabajo, cuidaban de no deteriorar su cuerpo y su espíritu, pudiendo vivir así un siglo. La gente de hoy ya no actúa de la misma forma, se llena de alcohol, es temeraria y lujuriosa. Las pasiones agotan su esencia y dilapidan su aliento natural. Insaciables y desconsiderados, se dejan llevar por sus inclinaciones, van en contra de las verdaderas alegrías de la vida, se mueven sin medida y se cansan prematuramente.
Los sabios de la alta antigüedad aprendían a evitar las “perversiones de agotamiento y los vientos piratas” y a mantener, mediante la calma y la concentración, su aliento natural en la docilidad; retenían bien su vitalidad en el interior de tal manera que las enfermedades no tuviesen donde cogerse. Gracias al freno de los apetitos y a la contención de las veleidades, el corazón permanece tranquilo y sin sobresaltos, el cuerpo trabaja sin agotarse, el aliento sigue un curso regular y todos están satisfechos.
Apreciando su alimentación, conformes con sus vestidos, contentos en su simplicidad, sin envidiar condiciones más altas, las gentes eran lo que se dice “simples”. Ninguna codicia estorbaba su mirada, ningún desbarajuste atrapaba su corazón. Ya fueran personas ordinarias o sabias, todas ignoraban las perturbaciones emocionales, ya que se adaptaban al Tao. Llegaban a cien años sin que su actividad disminuyese, porque su virtud no desfallecía.
Nei Jing Su Wen (200 a. C.)
El cuerpo es un campo de arroz
La concepción del cuerpo humano que cada pueblo tiene es un reflejo de su concepción del mundo, y la cosmovisión que se desarrolló en la antigua China estuvo siempre basada exclusivamente en la observación de la naturaleza, sin recurrir a deidades o explicaciones sobrenaturales. Probablemente por esta razón, fue un pueblo tan hábil en la utilización de los recursos naturales al servicio del hombre.
Al tratarse de una sociedad con una gran densidad de población, cuya supervivencia dependía de la producción de arroz, necesitaba una irrigación adecuada de los campos. Para evitar que tanto el exceso, la inundación, como el defecto, la sequía, comprometieran su subsistencia, crearon, ya en la antigüedad, un extenso y sofisticado sistema de canalización de agua.
Este pensamiento primitivo chino concibe el mundo como una unidad, en el cual el todo está presente en cada una de sus partes. Así, el microcosmos del cuerpo humano reproduce el modelo de la naturaleza, y se concibe como un organismo cuya buena salud depende de la correcta circulación del qi por sus canales. Un médico chino del siglo VII decía: «El agua, cuando circula, no se pudre, y las bisagras mientras se usan, no se oxidan».
Se concibió la acupuntura, la moxibustión, el tai qi, el qi gong, el tuina y una extensa farmacopea para conseguir la fluida circulación del qi. Que la terapéutica basada en estos presupuestos siga siendo válida hoy, en contextos culturales tan dispares, y eficaz a menudo incluso en manos poco expertas, pone de manifiesto que estamos ante un tipo de pensamiento universal, previo a las diferencias culturales, un mero reflejo de la manera de ser y actuar de la naturaleza.
La energía vital es consustancial a la propia naturaleza, un prodigio al que injustamente achacamos la fatiga del cuerpo o los estados desánimo, lo que incita a buscar fuera -en la farmacia, en las manos o en los recursos psicológicos de un terapeuta- la vitalidad que se echa en falta.
Sin embargo, no suele repararse en que, excepto en casos extremos y de enfermedad orgánica avanzada, este cansancio, este desánimo, se debe fundamentalmente a un bloqueo de energía, no a su carencia. Por lo tanto, hay que dejar de buscar la energía en el exterior, y utilizar sólo aquellos recursos o terapéuticas que ayuden a despertar la confianza en uno mismo, la capacidad interna de sanación y alimentar así una vitalidad que purifica cuanto más fluye, del mismo modo que un cauce de agua sin obstáculos arrastra los sedimentos.